El organismo de los mamíferos está diseñado de manera que la capacidad de desarrollar una intensa reacción de estrés en tan sólo unos segundos suponga una ventaja evolutiva y aumente nuestra capacidad de supervivencia.
En el caso de una gacela que pasta en la sabana, el crujido de la pata de un felino al pisar una ramita seca desencadena en décimas de segundo una reacción corporal que prepara para al animal para la huida: se tensan los músculos, aumenta el ritmo cardíaco y de la respiración… Si se trata de un ser humano la reacción puede desencadenarse por una forma extraña en medio de la autopista mientras conducimos a 120 kilómetros hora y el estrés que produce podrá salvarnos la vida. En este tipo de reacción de alerta intensa pero corta la adrenalina y sus derivados son los protagonistas.
Sin embargo, existe otro tipo de estrés de baja intensidad que se prolonga en el tiempo y da lugar a una reacción química corporal de distinta naturaleza. El estilo de vida actual favorece este tipo de estrés. En la selva urbana de hoy en día son las presiones de nuestros superiores, las dificultades en las relaciones interpersonales, la falta de tiempo para descansar y “desactivar” el cuerpo, la inmediatez de las comunicaciones y la necesidad de estar permanente conectados… lo que nos produce un estado de alerta mantenido a base de sustancias de estrés de efecto más prolongado: corticoides, hormonas tiroideas…
Estas sustancias entran en juego para intentar mantener al organismo en ese estado permanente de alerta y su influencia sobre nuestra de salud física y mental es conocida. Si los factores estresantes se mantienen en el tiempo, aparecerá la FASE DE AGOTAMIENTO de esta reacción fisiológica.
¿Cómo sé que estoy alcanzando un estado de agotamiento secundario al estrés?
Debemos sospechar la aparición de este problema si tras diversas circunstancias estresantes que han sido motivo de preocupación casi continua durante el último año aparecen:
-Importante pérdida de la calidad del sueño, no necesariamente una disminución en el número de horas pero sí la sensación de que el descanso nocturno no es tan reparador, es más superficial, inquieto o tenso.
-Sensación de falta de energía o cansancio. Actividades rutinarias que hacíamos sin esfuerzo en circunstancias normales ahora nos parecen un mundo.
-Irritabilidad o inestabilidad emocional. Las emociones son más intensas, todo nos molesta y el ánimo es cambiante.
-Dificultades para mantener la concentración, la mente está más dipersa. Con frecuencia descubrimos que incluso la lectura por placer nos resulta más costosa.
-Molestias físicas como trastornos gastrointestinales, dolores de cabeza, mareos…
¿Qué puedo hacer para recuperarme del estrés y cansancio?
Lo ideal, por supuesto, sería ser capaces de prevenir la aparición de esta fase final de agotamiento actuando sobre nuestros hábitos y desarrollando estrategias adaptativas de afrontamiento de los problemas que nos preocupan. Es de vital importancia mantener el estrés a raya, no continuar conectados a problemas del trabajo en casa poner un límite a nuestra participación de los conflictos, crear espacios de tiempo en los que el objetivo único sea relajarnos y desconectar…
Sin embargo, una vez de hemos alcanzado esta fase de agotamiento estamos ya en un estado orgánico de naturaleza auténticamente corporal en el que sufrimos las consecuencias de un desequilibrio químico que sólo químicamente podremos revertir.
Al igual que nuestro hígado, nuestros riñones o nuestros músculos, el sistema nervioso vegetativo (responsable de las reacciones de alerta) también tiene una resistencia limitada, si la sobrepasamos se desajusta.
Este estado de agotamiento es, por tanto, algo que le puede ocurrir a cualquiera, no es necesario ser especialmente vulnerable ni se trata de una enfermedad mental como tal sino de un estado fisiológico.
La medicación que resulta más eficaz para la recuperación del equilibrio químico anterior es una familia de antidepresivos: los Inhibidores de la Recaptación de Serotonina (ISRS). Se trata de fármacos que actúan recuperando los niveles previos de este neurotransmisor, la serotonina. La mejoría se consigue al cabo de 4 semanas de tratamiento y normalmente la duración total del mismo no excede los 6 meses.
Por supuesto, hay medidas no farmacológicas que contribuyen a reequilibrar químicamente el organismo entre las más eficaces, el ejercicio físico aeróbico.
Durante el tratamiento farmacológico y ya con más fuerzas, más descansados y con mayor capacidad de concentración, será necesario plantearse qué nos ha llevado hasta aquí y cómo solucionarlo de modo que al retirar la medicación no volvamos a ponernos en situación de riesgo. A veces se tratará de cambiar hábitos, otras de construir nuevas maneras de enfrentarnos a situaciones crónicas de conflicto a circunstancias estresantes. El asesoramiento de un psicólogo clínico puede resultar de gran ayuda para llevar a cabo esos cambios.